Me despierto entre risas, susurros y carreras provenientes de la entrada del piso que, a modo de pasillo inexistente, une dos dormitorios con baño, cocina y salón.
No está en la cama desde hace rato. Su lado está frío pero todavía queda su olor. Me asaltan recuerdos del viaje que hicimos a Andújar hace casi once años, de las horas en silencio, de las primeras ilusiones y miedos por el embarazo, de las risas de mis dos piezas de museo, camuflaje inconfundible de las travesuras que hoy me despiertan.
De repente se abre la puerta y baña de luz el dormitorio. Noto que alguien entra y se esconde bajo la cama. Contiene la respiración. Me pregunto qué hora será, porque no es normal tanto juego tan temprano.
Me llaman al móvil, cuando consigo encontrarlo se corta la llamada.
– Está bien. Me he quedado dormido… Buenos días, ¿cómo lo estáis pasando?
– ¡Shh… Calla, calla! – Susurran desde debajo de la cama y, elevando la voz – ¡Traedlo ya!
Por la puerta entra casi por arte de magia, con pompa y parafernalia, con efecto volador y dos portadoras, un desayuno, en sentido y dirección hacia la cama. ¡Un desayuno en la cama! Yo… nunca he desayunado en la cama.
– ¡¡Felicidades, papá!! =) – Se oye decir desde debajo de la cama. De un salto sale y desenrolla su cartel, que ha custodiado hasta que sus compinches han traído la sorpresa.
– ¡¡Muchas gracias, preciosas!!
Hoy, desayuno en la cama… bebiéndome, también, mis propias lágrimas.
COVID19, Reflexiones, Sostenibilidad
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